Sin ánimo de hacer "spoiler" y a la espera de la publicación del libro "Las Musas a un paso de la Amazonía", podéis leer a continuación una parte pequeña de lo que fue nuestro diario en tierras ecuatorianas.
Día 3. Lunes 11 de Junio 2018. (Quito – Otavalo – Laguna de
Cuicocha)
Amanecía en el tercer día de nuestra aventura, aunque para
Bruno, Tole y yo, no salía el sol. Despertamos a las cuatro de la mañana,
confundidos con el desfase horario, apenas dormimos hasta la hora de desayunar.
Comimos lo mismo que la mañana anterior, y tras prepararnos, salimos a esperar
al autobusero. Esperamos, pero el transporte no llegaba, hasta que pasada media
hora apareció. He de decir que la espera valió la pena. Pronto estábamos
abandonando Quito y desde la carretera empezamos a vislumbrar los primeros
retazos del paisaje que más adelante nos cautivaría por completo: el pico del
Cotacahi (4944m) parecía haberse levantado algo más tarde que nosotros y con
las sábanas aún pegadas, la cima surcaba un denso mar de nubes, hundiéndose y
volviendo a emerger en un hipnótico vaivén.
Unos minutos después, la vorágine de nubes que engullía los
cielos se despejaba momentáneamente para revelar la cumbre nevada del Cayambe
(5790m). La nieve de la montaña se fundía con las nubes hechas jirones por el
viento y parecía que la cima de la montaña se elevara hacia el cielo.
Tras un largo trayecto en autobús, hicimos una parada en
Miralago, un emplazamiento con una vista privilegiada del lago San Pablo,
custodiado por el imponente volcán Imbabura. Desde allí proseguimos nuestro
viaje hacia Otavalo, un pequeño pueblo dedicado al comercio. Allí nos reunimos
con Olga y su familia, una mujer de origen kichwa cuyos ojos reflejaban una
profunda sabiduría y con quien visitamos el mercado local, donde comimos un
riquísimo hornado (chancho con gran cantidad de legumbres y con camote), y el
mercado de Ponchos, un mercadillo formado por un laberinto de puestos, entre
cuyos cachivaches era fácil perderse.
Después de haber comprado algún recuerdo allí, volvimos a
coger el bus, acompañados por Olga, que al parecer tenía un perro con el mismo
nombre que Bruno. Durante el trayecto nos habló de su vida y de cómo trata de
vivir en armonía con la tierra, cultivando ella misma su alimento y sus
medicinas. Oírla hablar era esperanzador. Sus palabras no hacían más que
reflejar el profundo respeto que sentía por la naturaleza y su más sincero
anhelo por protegerla.
Finalmente, llegamos
a la laguna de Cuicocha, un enorme lago que de pronto se extendía ante nuestros
ojos tras llegar a la parte más alta del camino. Era impresionante. Encontrarse
de repente con esa inmensa laguna que bañaba el cráter de un viejo volcán era
sobrecogedor. El agua parecía más un enorme zafiro que propiamente agua: azul y
cristalina a pesar de estar estancada, y en calma, como si se tratara de una
enorme balsa de aceite, cuya superficie sólo se perturbaba con las suaves
ráfagas de viento que trazaban sobre esta maravilla natural un cautivador
mosaico de brillos y reflejos.
Pronto estábamos navegando por el interior del cráter, en
una barca que a ninguno parecía darle mucha confianza, pues con cada movimiento
o con cada mísero estornudo podíamos comprometer la integridad de la
embarcación. Suerte que llevábamos chalecos salvavidas, aunque de una
hipotermia no nos iban a salvar. Nos acercábamos a la isla del centro del lago,
pero el conductor, lejos de reducir la marcha, iba cada vez más rápido. Hubiera
jurado que nos íbamos a estrellar, pero cuando ya casi podía tocar tierra, de
entre la vegetación, apareció un estrecho canal que partía la isla en dos.
Cruzamos, y acto seguido nos detuvimos en la orilla de una de las dos islas
para contemplar como el volcán, aunque viejo, seguía vivo emitiendo
ininterrumpidamente montones de burbujas.
Al terminar el trayecto en barco, subimos andando hasta un
pequeño llano del cráter que guardaba la laguna, donde antaño (y en la
actualidad) se hacen ofrendas a la gigante Cotacachi. Aunque el día comenzó
nublado y muchos habíamos abandonado la idea de ver entera esa gran montaña, las
nubes comenzaron a disolverse en el cielo como terrones de azúcar en el agua.
Y allí estábamos, todos alumnos de ciencias, arrojando a la
pila de las ofrendas pequeñas piedras y con la mirada fija en el afilado pico
del Cotacachi, formulando con nuestras mentes deseos que nadie más podía
conocer. Tras esto, nos quedamos todas en un silencio sepulcral que sólo rompía
algún pajarillo extraviado o la brisa que parecía soplar para aliviar nuestro
calor. Nadie quería abandonar esa paz, esa tranquilidad, ese silencio tan idílico,
pero los montes no iban a sostener por mucho más tiempo a nuestro astro rey.
Cotacachi ya había aguantado mucho despejada y cuando las horas de luz se acercaban
a su final, empezó a cubrirse otra vez de nubes, preparándose para el frío de
la noche.
A esas alturas pensé que ya nada podría sorprenderme. Craso
error. Desde el autobús, cuando volvimos a pasar por Miralago, pudimos
contemplar el Imbabura en su máximo esplendor: las nubes habían cesado su
incansable sitio a esta impresionante montaña y pudimos apreciar cómo las
tierras de cultivo trataban de desafiar su altura, tejiendo un geométrico
entramado en las faldas de este gigante. La escena parecía pintada por
Guayasamín, pues aquella imagen era emocionante, cautivadora y sobrecogedora al
mismo tiempo y cada punto de vista aportaba un nuevo matiz, un nuevo
sentimiento.
Pero la cosa no acaba aquí porque el Cotacachi mantenía su
atenta mirada sobre nosotros, siguiendo desde la distancia nuestros pasos
mientras se fundía suavemente con el cielo y las nubes según se iba apagando el
sol.
Sin embargo, la vista más espectacular estaba aún por
llegar, pues, al cabo de unos minutos, surgió ante nuestras atónitas miradas
una imagen que ninguno de nosotros podría haber esperado: el Cayambe,
totalmente despejado, protegiendo el valle con el abrazo de su cuerpo de
esmeralda y sus brazos de nubes blancas. Allí estaba, con su resplandeciente
cumbre nevada, brillando cuando el resto de montañas empezaba a sucumbir ante
la oscuridad, como un fantasma de la noche, y negándose a caer presa de las
sombras.
Había sido un día largo y un tanto agotador, lo cual se
reflejaba en el montón de ojos cerrados que bailaban con cada bache (y no eran
pocos). Cuando llegamos a Quito fuimos a cenar a un “chifa”, un restaurante de
comida china, donde comeríamos una media de un kilo de arroz por persona. El
cansancio era palpable y el tema de discusión entre Marta y Sara nos delataba: “¿
filosofía eudemonista, deudemonista?” se preguntaban, y así lo estuvieron
haciendo durante cerca de media hora, hasta que el interés se centró en cuanto
me hincharía si me comía un cacahuete.
Cuando llegamos al hotel, Cristina me pasó el relevo de esta
crónica y enseguida me puse a escribir, no podía permitir que el sueño me
borrase un solo momento de este magnífico día, así que, de encontrarse algún
error, se ha de culpar a Morfeo.
Mercado de Otavalo. Al rico hornado |
Laguna de Cuicocha 3100m. Cráter volcan Cotacachi |